Ahí viene la ronquita”, “cuidado con la chica terremoto”, -así me decía mi abuelo, un reconocido músico de Nuevo León, el querido profesor Hernández Gama. Esa gran persona, que se sentaba al piano muchas horas del día componiendo y haciendo arreglos musicales, inspiró a esa niña inquieta, traviesa y tosca. Nadie se imaginaba que gracias al consejo de él, mis padres me propondrían a los nueve años, estudiar piano.

En el año de 1992 empiezo mis primeras clases de piano en una escuela privada. El maestro que dirigía la escuela se da cuenta de que en pocas clases logré avanzar en lectura de partituras y habilidad de interpretación. Se lo comunicó a mis padres y fue así como me compraron mi primer piano acústico, logré aprobar el examen de admisión para el año propedéutico en la Escuela Superior de Música y Danza de Monterrey. Es allí donde descubro un mundo diferente, un nivel mucho más alto de exigencia y una realidad más complicada. Además del talento se lidiaba con una disciplina rígida, nivel de competencia y concentración. La etapa que vivía como adolescente me hizo dudar y poner en una balanza lo que estaba dispuesta a sacrificar. Ser concertista implicaba una vida de  estudio y entrega.

Al empezar a trabajar la voz en clases de coro y solfeo en la misma escuela, me doy cuenta de mi buen oído musical y mi facilidad para solfear, entonando cada nota. Pasado un breve tiempo me invitan a participar en el grupo Matices, un sexteto formado y dirigido por la soprano Carmen Montfort y durante años ensayé y aprendí a ensamblar voces y armonías. Gracias a Matices pude ir superando el miedo al público porque estar en un sexteto mixto implicaba tener pequeñas participaciones como solista y acompañar a cantantes reconocidos o abrir pequeños conciertos privados o con fines altruistas. Vinieron también participaciones en festivales y grabaciones lo que favoreció de forma muy significativa una evolución vocal.

De ser una niña de voz ronca y no muy agradable, logré no sólo desarrollarme como cantante, sino darme cuenta de que mi timbre de voz gustaba y además podía disfrutar y vivir del canto.

Con el paso de los años, la enseñanza del piano y el canto, han sido mis motores y mi pasión. Aun así, de manera paralela estudié la carrera de Derecho y logré obtener mi título y cédula profesional como abogada. Mis primeros trabajos con jueces del Tribunal Superior de Justicia no representaban lo que esperaba; el ambiente no me enriquecía como lo hacía la música. Decidí, entonces, ir a la Ciudad de México a estudiar unos cursos de composición y armonía en la prestigiosa escuela G Martell.

La música, en el caso específico del canto, es una expresión íntima, delicada y profunda; pero más que nada es una forma de expresión emocional del ser humano. No todas las personas tienen una voz calificada para el canto, pero no por eso les está vedado cantar. Si tienen la inquietud, pueden y deben accionar esa manera de expresar sentimientos o emociones por el gusto de hacerlo, o bien, desarrollar esta habilidad a través del estudio y la práctica.

A través de mis redes sociales y mi lugar de enseñanza en Monterrey, invito a los amantes del canto que deseen intentarlo y llevarlo a otro nivel, dejarme guiarlos y compartirles mi experiencia de más de 20 años de enseñanza musical.

Sofía Guerrero

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