Tras diez años de haber recibido el diagnóstico de esterilidad debida a endometriosis severa, y sin haber recibido tratamientos de fertilidad, de manera sorpresiva quedé embarazada. Experimenté ante esto sentimientos encontrados: por un lado, la sorpresa por lo inesperado de la noticia y, por el otro, una gran alegría por la sensación de haber recibido un milagro.

Transcurría el quinto mes de mi embarazo cuando acudí a la revisión de rutina con el ginecólogo. Estábamos en el mes de febrero; lo recuerdo porque hacía frío. El gel para el ultrasonido incomodaba en mi abdomen, pero no me importaba: ansiaba ver a mi bebé en esa pantalla. Sólo que esta vez no saldría de la cita con una sonrisa en mi semblante: el médico nos informó que mi hijo presentaba una malformación facial conocida como «labio y paladar hendido». En ese momento sentí como si un tsunami arrancara violentamente mis sueños e ilusiones; angustiada, comencé a llorar.  

El ginecólogo nos recomendó entonces acudir con un pediatra que pudiera explicarnos la condición del bebé y aclarara nuestras dudas. Desafortunadamente, muchos médicos carecen de la preparación y la empatía para atender el lado humano y emocional de sus pacientes; aquella vez, lo único que les entendí era que mi bebé tendría qué someterse a varias cirugías, que «todo iba a estar bien», y que había niños que nacían con peores condiciones que arrastraban de por vida, como el Síndrome Down o la Parálisis Cerebral Infantil. Aún ahora, después de nueve años de haber vivido esta experiencia, no logro entender cómo los médicos creen que la manera adecuada de consolar a una madre, después de recibir una noticia así, es decirle que hay otros niños que nacen «mucho peor» que su hijo.

No hay palabras para describir mi dolor; era una mezcla de tristeza, enojo, frustración, preocupación, ansiedad, incertidumbre; gritaba internamente: ¿Por qué a mí? Incluso llegué a sentir culpa, pensando qué pude haber hecho mal.

Sin embargo, el huracán de emociones que sentía no tenía cabida para expresarse en ese momento. Solo se me permitió llorar por tres días; después comencé a escuchar las voces a mi alrededor que decían: «Karina, no te conviertas en otro problema». «Nada ganas llorando». «Sé cómo arreglarlo a él, pero no sé cómo arreglarte a ti». El mensaje común era que sólo debía pensar en el bebé y que había niños con peores enfermedades. La oleada de frases era disparada hacia mí como si estuviera en un paredón de fusilamiento, y cada palabra se sentía como una bala que iba acabando con mi vida. Sin poder interponer alguna defensa, me hicieron sentir que mis emociones no eran válidas, que yo tan sólo era la mamá.

Me querían obligar a ver fotografías de niños con deformidades en Internet, supuestamente para prepararme. Yo no podía sostener la mirada en esas imágenes y me llenaba de culpa anticipando que no podría ver a mi hijo cuando naciera, que lo iba a rechazar; más no podía decírselo a nadie. 

Se me demandaba ser fuerte, así que un día me obligué a ver esas imágenes. Al principio pasé horas llorando después de verlas: iniciaba cuando el padre de mi hijo salía a trabajar para que no reprendiera mi debilidad. El objetivo que me había planteado era ver las imágenes sin llorar, así que cada día toleraba un poco más: era como un entrenamiento deportivo: tenía que aumentar mi condición. Un día alcancé dicho objetivo, pero esto no quiere decir que lo haya superado; solo enterré mi dolor donde nadie pudiera verlo.

Fui guardando todos esos sentimientos, reprimiéndolos de la mejor manera que pude para aparentar fortaleza.  Así transcurrió mi embarazo, el parto de mi bebé y después cuatro años de cirugías y tratamientos, además de un divorcio para completar el cuadro. Mi red de apoyo era limitada, por tener a mi familia en la ciudad de Chihuahua mientras mi hijo y yo residíamos en Monterrey.

Al cuarto año, otro diagnóstico de mi hijo, peor aún que el primero, me fue informado por los médicos: se trataba de un daño cerebral. El pronóstico era muy negativo: hablaban de problemas de motricidad fina y gruesa, de lenguaje, cognición e inteligencia tan bajos que no podría acudir a escuelas regulares, medicamento de por vida para evitar convulsiones… en fin, una película de terror que la neuróloga proyectaba en nuestro futuro. Este fue el segundo tsunami que vino a llevarse lo poco que el primero había dejado. Aunque ya me sentía más fuerte, por fortuna pude expresar mis sentimientos sin críticas ni reprimendas, puesto que ya estaba divorciada, aunque me seguía faltando esa red de apoyo, esa fórmula para fortalecerme emocionalmente y hacer lo que era necesario en esa situación.

Lo único que se me ocurrió fue investigar: adquirí libros de neurología, puesto que necesitaba entender los términos que la doctora usaba para describir la condición de mi hijo, y es que algunos médicos no se dan cuenta que hablan otro idioma para los demás, simples mortales como yo.  Busqué todas las terapias que podrían ayudar a mi hijo; no iba a aceptar ese diagnóstico sin luchar, así que investigué mucho. Pasamos por la equinoterapia, magnetoterapia, delfinoterapia y prácticamente todo lo que terminaba en terapia, hasta que encontré la arteterapia.

La arteterapia, además de coincidir con mi experiencia como artista plástica y mi gusto por la pintura, música y danza, proporcionaba una manera alternativa de expresión. Dado que el principal problema de mi hijo es el lenguaje decidí estudiar más a fondo esta disciplina. En este proceso descubrí que también me ayudaba a mí, y justo en aquel momento tomé conciencia de la carga emocional tan pesada que llevaba y no estaba atendiendo, porque en mi mente la prioridad siempre había sido mi hijo, dejándome a mí misma en segundo término. Con la arteterapia pude expresar de manera positiva todas esas emociones que había guardado por hacerme la fuerte y que había enterrado en mi corazón, impidiéndoles salir a la luz.

Cuando empecé a fortalecerme internamente con la práctica de la arteterapia, pensé en todas las mamás en mi situación que viven experiencias similares y decidí hacer algo al respecto; en consecuencia, fundé una Asociación Civil sin fines de lucro, cuyo objeto social principal es apoyar emocionalmente a los cuidadores y cuidadoras primarias, utilizando la Arteterapia como medio para proporcionarles a ellos y a sus familias una mejor calidad de vida. Fue una manera de darle sentido a mi dolorosa experiencia, y decidí convertir esto en mi misión y propósito de vida; así nació, en el año 2016, la Fundación Artérapi de México A.C.

Estimado lector, estimada lectora: si conoces a alguien en esta situación, acércate a esa persona y pregúntale cómo se siente. Escúchale: no des consejos que no te han sido solicitados. Pregúntale qué necesita: probablemente le haga falta descanso o distracción. El tiempo que le puedas dedicar podría hacer una gran diferencia, sobre todo por el hecho de sentir que alguien le vio, que alguien se interesa por lo que está pasando.

El problema de esta falta de atención a su salud emocional puede solucionarse con arteterapia, la cual es una disciplina terapéutica que consiste en unir el arte y la psicología; utilizando técnicas de artes visuales podemos estar en contacto con nuestras imágenes internas, que son las que nos hacen comportarnos como lo hacemos. El arte nos permite transformar externamente esas imágenes y es cuando se convierte en curativo.  El arteterapia se centra en el arte como forma de comunicación; de este modo ayuda a expresar y comunicar sentimientos, facilitando la reflexión, la comunicación y permitiendo los cambios en la conducta necesarios.

Si eres un cuidador primario, lo primero que quiero decirte es que no estás solo. A nosotros nos importas; queremos apoyarte y, para lograrlo, es necesario que tomes conciencia de tu gran valor, de lo importante que es tu salud emocional. El autocuidado no es egoísmo; todos tenemos un límite, y si al principio nuestro mecanismo de defensa ante la situación es hacernos fuertes, a largo plazo no es sostenible. Es necesario ver primero por ti, como en un avión, cuando te piden que pongas primero tu máscara de oxígeno y después la del niño, puesto que, si quieres hacerle al mártir e intentas atender primero al menor, en realidad no lo estás salvando: te vas a desmayar y, al final, ninguno de los dos recibirá el oxígeno que necesita.

Una actividad fácil y rápida que puede ayudar a descargar tus sentimientos de preocupación, miedo y ansiedad, consiste en crear «La Caja de Dios». Puedes utilizar una caja de zapatos y decorarla con diferentes tipos de material a tu gusto, ya sean papeles de colores, cintas, recortes de revistas, telas, etcétera; es importante disfrutar el proceso creativo. Después realiza una respiración profunda, ponte en contacto con tus emociones, y escribe en un papel lo que te preocupa, o dibuja algo que represente ese sentimiento. El siguiente paso es guardar ese papel en la caja y entregarlo simbólicamente al Poder Superior en el que creas: puede ser Dios, el Universo, la Divinidad o como le llames, según tu creencia espiritual.

Los resultados obtenidos después de practicar las diferentes técnicas de arteterapia, como la descrita anteriormente, se pueden percibir en la expresión corporal, que cambia de tensión a relajación. En otros casos se obtiene la eliminación de dolores de cabeza, insomnio, gastritis y colitis. 

Si te interesa conocer más sobre el arteterapia, colaborar con nuestra causa social, o necesitas apoyo por ser un cuidador primario, puedes encontrar información en las redes sociales, busca Fundación Artérapi de México A.C. estamos para servirte. 

Dra. H.C. Diana Karina Vásquez Ochoa

Especialista en Desarrollo Humano, Arteterapeuta y Directora de la Fundación Artérapi de México A.C. Autora y Conferencista  

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