De seguro pensaba en esas fotos de revista en donde la madre está hermosa con su cabellera impecable y completa. Su ropa en estado perfecto haciendo juego con su cuerpo atlético y carente total de celulitis, estrías, granos, arrugas, manchas, bigotes y cejas sin depilar. Cargando a un precioso bebé regordete. Obviamente, sin mocos ni pañales con popó, ni reflujo.
En mi inocente imaginación el retoño la mira a los ojos con una sonrisa de paz y tranquilidad que existiría solo en los sueños guajiros de cualquier mujer que no ha sido madre aún.
Esa pensaba que sería yo antes de mis tres.
En el pasado tenía todos mis cabellos, carecía de estrías, ¿las arrugas? ¿Quiénes eran esas? Bueno, de ser una mujer hermosa cuando regala la manzana se convierte en una bruja horrible narizona con granos en la cara, ojeras, pelona. Y eso es todo lo que queda de nuestro hermoso cuerpo después de nuestro primer hijo. Así era yo, o al menos así me sentía, como la bruja del cuento.
Si me invitaban a una boda y veía a la novia preciosa en su vestido, invariablemente en mi mente la transforma y terminaba siempre como la bruja. Decía en silencio, ¡qué hermosa y radiante se ve! Lástima, ¿qué tan caídas le irán a quedar sus bubis? ¿Será que terminarán como dos plátanos machos o como dos calcetines con canicas? (Como a mí).
En algún momento de la historia me había convertido en mamá.
Mi mejor amiga viajó para conocer a Diego y dice que nunca ha podido borrar de su mente la imagen que sus ojos vieron cuando entró a mi recámara. Eso la impactó tanto que todavía, once años después, la sigue recordando.
Estaba yo sentada en la cama, llorando. Despeinada y con mi pijama medio abotonada. Adolorida por la episiotomía que me habían hecho. Peluda de piernas y axilas, desvelada y con la panza del mismo tamaño que un mes atrás (sí, así). Ahí estábamos mi bebé, Ricardo y yo mientras el pobre Diego lloraba de hambre y yo me peleaba con mi esposo porque no sabía cómo usar el sacaleches correctamente. El paisaje no era muy alentador: mientras yo sostenía a Diego, él intentaba ayudarme a “ordeñarme”, pero era imposible, estaba tan adolorida y nerviosa escuchando a mi bebé llorar que, aunque era pleno invierno yo sudaba como si estuviera dentro de un sauna.
Cuando mi amiga entró me dijo:
—¡¿Pero?! ¡¿Qué te pasó?! ¡Ni te voy a preguntar cómo estás! Ya sé cómo, no necesitas hablar”.
Estaba viviendo la otra cara de la historia.
¿Tú crees que me pasó por la mente esta escena en mi cabeza cuando vi las dos rayitas en la prueba de embarazo? ¡NO!
¡Y a mi esposo, menos! Esos primeros meses se convierten en el “hoyo negro” del que creemos que jamás vamos a poder salir.
Mi experiencia fue muy diferente con mi primer hijo que con el tercero. Todo es tan nuevo y difícil. A las que por decisión propia eligen tener solo uno, quiero decirles que tener dos o tres o los que decidas, hará que con cada uno disfrutes un poco más la maternidad. Al menos eso me pasó a mí. Para empezar, con el primero solo sentí una mezcla de sentimientos encontrados. En ese revoltijo de emociones había mucho pero mucho miedo, y un poquito de amor. Sí, no me da pena reconocer que el amor como tal apareció con los días. Mi instinto natural me hizo alimentarlo y cuidarlo, pero el amor (que llegó después) me ayudó a disfrutar el milagro de la maternidad.
Cuando Leonardo (mi segundo) llegó a mi vida ya no me era tan desconocido todo. El amor frotó en el mismo instante en el que me lo entregaron. Había miedo, pero muy poco la verdad. El dichoso sacaleche difícil de usar con el primero, era pan comido para Ricardo con el segundo. De ser un suplicio se convirtió en un rato agradable en el que mientras él me ayudaba a «ordeñarme» platicábamos de cosas cotidianas o planes que teníamos. Un día, Ricardo se me quedó viendo mientras veíamos cuanta leche había juntado y me dijo:
—Amor, ¿dónde quedó nuestro glamour? —Los dos nos quedamos mirando hacia la pared. Ya sabes, como esas veces en las que miras al horizonte tratando de recordar en qué momento de la vida algo se ha extraviado disolviéndose en el aire… no alcancé siquiera a divisarlo.
Nos vimos a los ojos, de nuevo sin hablar, al tiempo que volteábamos para ver a Leonardo, y sonreímos. Ahí dentro de esa bolita de amor estaba nuestro glamour. Quizá en algún lugar entre sus lonjas y sus dedos rechonchos se había extraviado o, tal vez, se encontraba en el delicioso aroma que desprendía por cada poro de su hermosa y suave piel.
Mi vida como mamá de tres ha tenido de todo como en todo. No existe un punto medio porque en esto de la maternidad no existen los términos medios: o te sientes bien, SÚPER bien o te sientes mal, PÉSIMAMENTE mal. La que diga… pues yo soy una mamá más o menos, quizá piensa que no es buena mamá y la que diga que sus hijos son perfectos sabe, en su interior, que no lo son. Y así podríamos continuar, siempre debatiéndonos a nosotras mismas si lo que hacemos o dejamos de hacer es lo correcto.
Adri
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